En un mundo racional, el primer interés de los profesores sería enseñar “calidad humana”: cómo ser mejor persona, cómo entablar relaciones de amor y colaboración entre los demás. Sin duda, esa sería la asignatura principal -a mucha distancia de todas las demás.
El segundo interés sería enseñar a los niños a apreciar “el saber” como herramienta para el bien común, como herramienta para divertirse, no para competir. Por lo tanto, toda enseñanza debería ser opcional.
¿No sería ésta una escuela maravillosa?
Las experiencias con escuelas libres han sido un éxito rotundo. En Gran Bretaña, la famosa Summerhill lleva enseñando con este sistema más de sesenta años y los chicos que han salido de allí, aman a su escuela casi más que a sus padres. Y entre ellos, hay muchos insignes matemáticos, músicos y médicos; y también artesanos, electricistas y cocineros. Pero, sobre todo, se trata de personas armónicas, seguras de sí mismas y felices.
Hace poco, leí la autobiografía de una de los mayores personalidades del siglo XX, Sir Winston Churchill, primer ministro de Gran Bretaña durante la II Guerra Mundial, uno de los vencedores de Hitler. Churchill, a parte de político, fue escritor y recibió el Premio Nobel en 1953. Él mismo describe así su época escolar:
“Por fin llegó el día en que puse fin a casi doce años de colegio. Treinta y seis trimestres durante los cuales rara vez aprendí algo de interés ni utilidad. Volviendo la vista atrás, aquellos años forman el periodo más estéril de mi vida. Fui feliz de niño con todos mis juguetes en mi cuarto y he sido cada vez más feliz desde que me hice hombre. Sin embargo, ese interludio escolar arroja un sombrío y oscuro borrón en mi periplo vital.
En realidad, una educación prolongada, indispensable para que la sociedad avance, no es un proceso natural para el ser humano. Va contra su propio ser. A un chico lo que le gustaría es seguir a su padre en busca de alimento o una presa. Le gustaría hacer cosas prácticas hasta donde le permitieran sus fuerzas. Le agradaría ganar un sueldo, por pequeño que fuera, para contribuir a mantener el hogar. Le encantaría disponer de tiempo y aprovecharlo o malgastarlo como quisiera. Y entonces, quizás por las tardes, un verdadero deseo de aprender nacería de los chicos más prometedores. Pero, ¿por qué inculcarlo a la fuerza en los que no tienen interés? Así y sólo así es como se abren las ‘ventanas mágicas’ de la inteligencia.
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