Yo tengo mi consulta en Barcelona, cerca de la calle Enrique Granados, una de las zonas más hermosas del Eixample. Cuando, por las mañanas, llegó allí con mi bicicleta y contemplo los enormes árboles plataneros que adornan las calles, me lleno de alegría. Me gusta mi ciudad.
Pero no siempre ha sido así. Recuerdo una época, hace muchos años, que me quejaba de vivir en Barcelona. Acababa de volver de cursar estudios en una universidad británica, en el precioso campus de la universidad de Reading. Allí vivía en una residencia universitaria que era una antigua mansión, rodeada de campos verdes y lagos. Todo estaba limpio y casi no pasaban coches por la calle. Era un auténtico paraíso tranquilo y hermoso que además gozaba de la animación de las fiestas universitarias y demás movidas estudiantiles.
A mi regreso a Barcelona, veía las calles de mi ciudad sucias, ruidosas, llenas de cacas de perro y me ponía de mal humor. Recuerdo que solía declararlo en las conversaciones entre amigos: “¡No me gusta nada Barcelona! ¡Es un asco! Debería irme a vivir a un lugar civilizado como Inglaterra!” Así estuve muchos años hasta que decidí cambiar el chip. Ahora puedo decir que adoro mi ciudad. Es verdad que tiene sus defectos, pero también tiene cosas maravillosas: el tiempo es simplemente fantástico, su arquitectura es muy bella, tenemos el mar aquí mismo, las montañas muy cerca…
Desde hace un tiempo, he decidido prepararme para estar bien en cualquier lugar del mundo. Me imagino en Alaska y pienso que, de vivir allí, aprovecharía cada una de las cosas buenas del lugar. Por supuesto, aprendería a esquiar bien, quizás cazaría en las montañas, pescaría en sus ríos.. Si habitase en China, investigaría sobre las oportunidades que se dan allí y me centraría en ellas. Donde sea, en cualquier sitio, hay una magia propia del lugar, una poesía autóctona que podemos apreciar. Como siempre, para sentirnos bien, ¡tenemos que fijarnos en lo que poseemos y no en lo que nos falta! Así, podremos estar bien allá donde nos encontremos.